La paradoja cubana: de la demonización a la súplica por inversión extranjera

 Por Librado Linares






Durante décadas, la inversión extranjera fue un concepto proscrito en Cuba. Los manuales del marxismo-leninismo la describían como el mecanismo por el cual los empresarios despojaban a los trabajadores de su plusvalía. Fidel Castro rechazó organismos como el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional, convencido de que aceptar su lógica significaba claudicar ante el capitalismo. 



Hoy, sin embargo, el discurso oficial ha dado un giro radical. En medio de un colapso económico sin precedentes, el castrismo se ha visto obligado a llamarse a capítulo. La XLI Feria Internacional de La Habana se convirtió en tribuna para proclamar la necesidad de “dinamizar la inversión extranjera, agilizar los procesos de aprobación de negocios y abrir nuevas oportunidades en diversos sectores”. Lo que antes era anatema, ahora se presenta como salvación. 



El costo político de este viraje es enorme. Para contener el déficit fiscal, el gobierno ha recurrido a recortes draconianos en salud, educación, deporte y seguridad social. La retórica de justicia social se desvanece frente a la urgencia de sobrevivir. Al mismo tiempo, el capital humano se fuga en masa: jóvenes talentosos, emprendedores y soñadores emigran en busca de horizontes más amplios, dejando al país sin su recurso más valioso. 



Atraer inversión extranjera exige condiciones mínimas que Cuba no ofrece. La infraestructura física —carreteras, puertos, aeropuertos, energía, conectividad— es deficiente. La credibilidad financiera está destruida por un historial de impagos y retrasos. La macroeconomía es caótica, marcada por inflación, déficit y deuda pública. Las instituciones son débiles: un sistema bancario raquítico, ausencia de seguros, de publicidad y tribunales poco confiables. El capital humano, otrora orgullo nacional, se ha convertido en una caricatura de lo que fue. 



Más allá de la economía, la inversión extranjera requiere un entorno de libertades económicas, políticas y sociales. Sin libertad de empresa, sin garantías de propiedad privada, sin un marco político estable y sin derechos sociales que respalden la dignidad de los trabajadores, ningún inversionista serio arriesgará su capital. La cultura occidental, de la cual Cuba forma parte, se sustenta en esos principios: la libertad como motor de innovación, la seguridad jurídica como base de la confianza y la pluralidad política como garantía de estabilidad. Pretender atraer inversión sin ofrecer libertades es como construir un edificio sobre arena: tarde o temprano se derrumba. 



En conclusión, lo que se presenta como apertura es, en realidad, una “calentura de caballo capado”: un intento inútil de atraer capital sin ofrecer las condiciones indispensables. La paradoja cubana revela la distancia entre la retórica y la realidad, y expone el costo político de un viraje que, aun con concesiones drásticas, difícilmente llevará al régimen a puerto seguro. Sin libertades económicas, políticas y sociales, la inversión extranjera seguirá siendo un espejismo.

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